El Guerrero Inmortal y la Princesa del Infinito
- samuel gaitan
- 31 dic
- 2 Min. de lectura
Había una vez en un rincón del cosmos un amor imposible entre el Guerrero Inmortal y la Princesa del Infinito. Él, forjado en mil batallas, era un viajero eterno, incapaz de ser vencido por el tiempo o la muerte. Ella, una criatura de luz, nacida para danzar entre las estrellas, tenía un alma que abarcaba galaxias, pero un corazón que no conocía ataduras.
El Guerrero Inmortal la amaba con la intensidad de un sol que quema todo a su paso. Pero la Princesa del Infinito, dueña de su libertad, no podía corresponderle de la misma manera. “Tu amor es hermoso, Guerrero,” le dijo una vez, con una tristeza que opacó las constelaciones. “Pero no puedo pertenecer a nadie, ni siquiera a ti.”
Herido pero resignado, el Guerrero decidió partir. Viajó por el universo, buscando un sentido a su inmortalidad y un remedio para el dolor que ella había dejado en su pecho. Visitó mundos desolados y reinos vibrantes, sanó su corazón ayudando a los desesperados, combatiendo la oscuridad que amenazaba la vida en los rincones más lejanos. Aprendió a amar de otra manera: no a una persona, sino al mismo universo que la Princesa del Infinito representaba.
Décadas, siglos, quizás milenios pasaron. Cuando finalmente sintió que su carga había aligerado, el Guerrero decidió regresar al rincón del cosmos donde la había encontrado. Pero el lugar estaba en silencio, las estrellas apenas susurraban su luz, y el palacio cristalino de la Princesa del Infinito había comenzado a desmoronarse.
“¿Dónde estás?” preguntó el Guerrero, su voz quebrada resonando en el vacío.
Una figura etérea apareció ante él, no más sólida que el reflejo en una laguna. Era la Princesa, pero ya no en carne y hueso, sino como una sombra de lo que había sido.
“Volviste demasiado tarde,” dijo con dulzura, su voz como el eco de una melodía olvidada. “Mi tiempo terminó. Mi ser infinito encontró su límite, como todo lo hace, al final.”
El Guerrero cayó de rodillas, sintiendo cómo la inmortalidad que tanto había considerado una bendición ahora lo maldecía. Ella había vivido y se había extinguido, como una estrella fugaz, mientras él seguía existiendo, condenado a recordar.
“Pero no llores por mí,” continuó la Princesa, “porque mi esencia vive en todo lo que amaste durante tu viaje. Cada estrella que tocaste, cada vida que salvaste, llevaba una parte de mí. Y ahora tú eres el guardián de lo que fui.”
El Guerrero extendió su mano para tocarla, pero solo sintió el aire frío del vacío. Ella se desvaneció lentamente, dejando tras de sí una luz suave que envolvió su corazón.
Desde entonces, el Guerrero Inmortal viaja por el universo, no buscando sanar, sino protegiendo las maravillas que la Princesa del Infinito le enseñó a amar. Donde quiera que una estrella brilla o una vida florece, él siente su presencia, y sabe que, aunque ella se haya ido, nunca está realmente sola.
Y así, el Guerrero y la Princesa permanecen juntos, no en la carne, pero sí en la esencia del universo que los unió y los separó.






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